El miedo a las cosas pequeñas (actualido)

Publiqué esta entrada el 3 de septiembre de 2009, lo cual no es significativo de nada, solo es una fecha.
Ahora he pensado que me gustaría corregirla y compartirla de nuevo por el sencillo motivo de hacerlo.

(Basado en hechos reales)
Con el índice y el pulgar desabrochó la cremallera de la mochila deportiva. 
Había conseguido eliminar el olor a horas de esfuerzo en el gimnasio con un pequeño ambientador que le recomendó una mujer de unos cuarenta años a quien veía todas las tardes en la sala de pesas. Al principio no hablaba con nadie, al mes saludaba con la cabeza. Después de muchos meses tenía breve conversaciones con muchas de las personas que compartían espacio durante un par de horas todos los días.
Casi sin darse cuenta, se había convertido en uno de los chicos a quienes otros usuarios se acercaban a solicitar consejo sobre musculación, levantadas, tiempos, repeticiones, estiramientos, nutrición.
Quizás fuera por su cordialidad a la hora de entablar conversaciones, quizás porque lo hacía con naturalidad. A él le daban consejos, él los regalaba.
Aquella tarde tocaba sesión de fisioterapia con Alcolea, a quien confiaba sus músculos, sus dolores y temores porque las sesiones de 45 minutos daban lugar a suficientes confidencias para que él se sintiera cómodo. Había llegado diez minutos antes de la cita. María seguía una serie de rutinas como colocar toallas, limpiar la camilla, colocar una sábana protectora de papel y preparar su revisión quincenal.
María estaba de espaldas al culturista aficionado, colocando aceites en una de las estanterías, cuando lo vio manipular en la mochila durante un rato. Algo raro sucedía, no llegaba a entender qué podía buscar, el teléfono, quizás; la cartera, quién sabe.
Se dio la vuelta y lo miró fijamente. El culturista peleaba con un botellín de agua de medio litro.
Ambos cruzaron la mirada inocentemente, más de seis meses habían creado cierta complicidad que permitía ahorrar en palabras o utilizar algunas incómodas. "¿Pasa algo?" Dijo ella en tono sincero.
-Sí, ¿me puedes ayudar a abrir la botella de agua? -contestó con la naturalidad que da el miedo a las cosas pequeñas.
La fisioterapeuta hizo el leve gesto que supone girar el tapón de una botella y que la tremenda musculatura del joven deportista, impedía.
Al palparle las manos, las muñecas y los antebrazos, María comprobó cómo las extremidades de Julio eran una tremenda pinza de músculos incapaz de abrir una botella, pero que sin el menor esfuerzo podían izar doscientos kilos.

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