El mago de Oz

He terminado de leer EL MAGO DE OZ, porque me apetecía y porque sí. Porque necesito muchos cuentos para mis niños.
Y venía pensando en lo fantástico que es un mundo fantástico donde los leones, los hombres de hojalata y los espantajos hablan, bailan, luchan, sienten..., cuando me he cruzado con una chica de metro cincuenta, flequillo imposible y zapatos de charol blanco brillante. De hecho, aún me duelen los ojos.
He mirado a un lado y a otro a la espera de que apareciese la bruja del Norte, pero sólo he visto a los chavales de Escolapios camino del cole. Y ese colegio en concreto no se parece en nada a Oz, ni es brillante ni verde.
A los chavales les ha pasado como a mí: se han quedado boquiabiertos con los zapatos de la chica de flequillo imposible. ¡Menudo brillo! Como los zapatos de cristal de Dorothy.
Sin quererlo, o tal vez movidos por los resortes infantiles, diez o quince personas nos hemos puesto a dar saltitos como si de repente todos los caminos llevasen a Oz, "la-la-la-la", cantaba uno. "Tra-la-ra-la-ra", bailoteaba el otro.
Y la chica de los zapatos brillantes no se ha dado por aludida, apenas ha seguido caminando sin hacer caso al revuelo que había causado a su alrededor, provocando que las gente fuera feliz por un instante, llegase bailando a sus destinos y lo viese todo de color verde, como si llevasen puestas gafas mágicas.
La mañana ha sido color de esmeralda por un instante.

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