Bodas de oro
Para una persona con recursos limitados es complicado hacer un viaje en el tiempo, por más fotografías y Super8 que tenga, por más historias que sus abuelos y progenitores les hayan contado, resulta complicadísimo situarse en Valencia, un 6 de junio de 1963.
Para mí es sencillo ir a San Google y mirar las fotografías de una época dorada doradísima donde chicos de 20 y 30 años se querían comer el mundo y sin duda se lo merendarían pocos años más tarde.
Ese día, el 6 de junio de 1963 actuó en el Teatro Apolo de Valencia Juanita Reina, y puede que mi abuelo materno se quedara con las ganas de verla, pero no: él se desplazó desde un pueblo pequeño, mitad agrícola, mitad dedicado a la industria textil, a la boda de su hija única, su pequeña, su orgullo. Aquella monada morena y chiquita que se había convertido como por arte de magia en mujer y maestra, en los años en que una mujer podía coser, planchar, servir en una casa o esperar a los años 80.
En Valencia esperaba aquel chico guapo, delgado y bajito, moreno y de pelo ensortijado y con cara de serio; el chico, porque apenas era un chico, que se llevaría a su pequeña. A su lado, el consuegro, un señor catalán a quien conocía desde los años en que se había desplazado desde su Terrassa natal a Enguera. Un tipo demasiado serio, su consuegro desde aquel momento.
Para una persona con recursos limitados como yo, desplazarse en el tiempo es un salto agradable porque puedes ir donde quieras como quieras, dejándote llevar por la canoa de los recuerdos ajenos, un transporte tan agradecido como irreal.
Miro las fotografías y son todas en blanco y negro, por supuesto, con lo cual mi idea de Valencia años 60 no tiene que ver con la que conozco en la actualidad, un lugar brillante, ruidoso, cargado de aromas.
Ellos, Feri y Elodín, llevaban juntos desde los 6 o 7 años, apenas pueden recordarlo, ¡desde los 6 o 7 años! El tiempo y la cercanía los desplazaron juntos por los años 50 y 60, con la única diferencia de un par de esquinas. Un par de esquinas que desaparecían corriendo la cuesta abajo.
No tenían nada planeado o quizás sí. Hay determinadas cuestiones que no se le cuentan a sus hijos.
El único plan era salir del pueblo, dentro de la ortodoxia de los años 60, salir del pueblo y llegar hasta donde sus pasos postadolescentes pudieran llevarles.
-¿Dónde podemos ir? -Preguntó el joven.
-Contigo, donde quieras -contestó ella, embelesada, sin siquiera pensarlo.
Hicieron lo que solían hacer los maestros de pueblo: buscar pueblo donde hubiera niños que enseñar, buscar un sitio donde dejar caer sus huesos jóvenes, sus rostros simpáticos y su vida repleta de energía. Encontrar el lugar adecuado donde sus corazones no tuvieran que pedir permiso ni decir perdón, un sitio donde cobijarse el uno en los brazos del otro.
Y una vida nueva que nació, surgió de la felicidad
Maestros de pueblo.
Hambre.
Pero qué es el hambre si estamos juntos, se decían sus ojos negros mientras acunaban a su criatura de pocos meses.
Huelva.
La segunda vida vino al mundo, y las enfermeras se reían con la hermosura de aquel recién nacido.
Las toallas y la compra semanal en el país de al lado, las meriendas compartidas, las cenas inexistentes, la vida creciendo a su alrededor en forma de dos ruidosos niños.
Maestros de escuela cuando ser maestro de escuela no era una opción profesional sino una opción rayana en lo vocacional.
Los años comenzaron a pasar sin vértigo, con paciencia, ascendieron Despeñaperros hacia la Mancha, donde el tiempo se paralizó en un día de verano de los años 60.
Vieron crecer la vida a su alrededor en forma de otros dos niños: un chico y una chiqueta. "¡Feri, una chiqueta!".
No hay sensación más desconcertante que ver a un padre llorar con una niña en brazos. No hay sensación más reconfortante que ver a una madre soportar una familia entera a sus espaldas con una simple mirada.
6 de junio de 2013, tengo suficientes recursos como para recordar buena parte de los 50 años de matrimonio de Feri y Elodín. Suficientes recursos propios, ajenos e inventados, dispongo de suficientes palabras en los labios y entre los dedos para explicar cómo han sido muchos de los días de esta pareja. Pero no lo voy a hacer.
Hace 50 años, Fernando y Elodia se casaron en la capital del Turia, Valencia. Una ceremonia sin ceremonia, una boda sencilla, imagen de lo que son ellos, imagen de lo que han sido siempre.
No consigo imaginar el blanco y negro, es un color de fotografías, no de mi cabeza. En mi cabeza él es un tipo elegante, musculoso pero delgado, con el pelo corto a la moda, viste un traje negro, camisa blanca y corbata fina, junta los pies, apaga un Ducados con sus zapatos recién cepillados, esconde su nerviosismo.
Ella se acerca y la calle no puede brillar más, un jueves tremendamente soleado de junio. Lleva el pelo corto, recogido a la moda, el vestido bien arreglado a la medida por sus propias manos de hija de modista.
Se miraron, se cogieron con timidez las manos y entraron en la Iglesia.
"¡Qué matrimonio tan joven!", decían algunas madres en la plaza Vieja de Villarrobledo al ver a aquellos maestros recién llegados con sus dos hijos correteando entre sus piernas. Apenas habían pasado un par de años desde su boda en Valencia.
Un matrimonio joven que dura 50 años.
Para mí es sencillo ir a San Google y mirar las fotografías de una época dorada doradísima donde chicos de 20 y 30 años se querían comer el mundo y sin duda se lo merendarían pocos años más tarde.
Ese día, el 6 de junio de 1963 actuó en el Teatro Apolo de Valencia Juanita Reina, y puede que mi abuelo materno se quedara con las ganas de verla, pero no: él se desplazó desde un pueblo pequeño, mitad agrícola, mitad dedicado a la industria textil, a la boda de su hija única, su pequeña, su orgullo. Aquella monada morena y chiquita que se había convertido como por arte de magia en mujer y maestra, en los años en que una mujer podía coser, planchar, servir en una casa o esperar a los años 80.
En Valencia esperaba aquel chico guapo, delgado y bajito, moreno y de pelo ensortijado y con cara de serio; el chico, porque apenas era un chico, que se llevaría a su pequeña. A su lado, el consuegro, un señor catalán a quien conocía desde los años en que se había desplazado desde su Terrassa natal a Enguera. Un tipo demasiado serio, su consuegro desde aquel momento.
Imagen del periódico Las Provincias |
Miro las fotografías y son todas en blanco y negro, por supuesto, con lo cual mi idea de Valencia años 60 no tiene que ver con la que conozco en la actualidad, un lugar brillante, ruidoso, cargado de aromas.
Ellos, Feri y Elodín, llevaban juntos desde los 6 o 7 años, apenas pueden recordarlo, ¡desde los 6 o 7 años! El tiempo y la cercanía los desplazaron juntos por los años 50 y 60, con la única diferencia de un par de esquinas. Un par de esquinas que desaparecían corriendo la cuesta abajo.
No tenían nada planeado o quizás sí. Hay determinadas cuestiones que no se le cuentan a sus hijos.
El único plan era salir del pueblo, dentro de la ortodoxia de los años 60, salir del pueblo y llegar hasta donde sus pasos postadolescentes pudieran llevarles.
-¿Dónde podemos ir? -Preguntó el joven.
-Contigo, donde quieras -contestó ella, embelesada, sin siquiera pensarlo.
Hicieron lo que solían hacer los maestros de pueblo: buscar pueblo donde hubiera niños que enseñar, buscar un sitio donde dejar caer sus huesos jóvenes, sus rostros simpáticos y su vida repleta de energía. Encontrar el lugar adecuado donde sus corazones no tuvieran que pedir permiso ni decir perdón, un sitio donde cobijarse el uno en los brazos del otro.
Y una vida nueva que nació, surgió de la felicidad
Maestros de pueblo.
Hambre.
Pero qué es el hambre si estamos juntos, se decían sus ojos negros mientras acunaban a su criatura de pocos meses.
Huelva.
La segunda vida vino al mundo, y las enfermeras se reían con la hermosura de aquel recién nacido.
Las toallas y la compra semanal en el país de al lado, las meriendas compartidas, las cenas inexistentes, la vida creciendo a su alrededor en forma de dos ruidosos niños.
Maestros de escuela cuando ser maestro de escuela no era una opción profesional sino una opción rayana en lo vocacional.
Los años comenzaron a pasar sin vértigo, con paciencia, ascendieron Despeñaperros hacia la Mancha, donde el tiempo se paralizó en un día de verano de los años 60.
Vieron crecer la vida a su alrededor en forma de otros dos niños: un chico y una chiqueta. "¡Feri, una chiqueta!".
No hay sensación más desconcertante que ver a un padre llorar con una niña en brazos. No hay sensación más reconfortante que ver a una madre soportar una familia entera a sus espaldas con una simple mirada.
6 de junio de 2013, tengo suficientes recursos como para recordar buena parte de los 50 años de matrimonio de Feri y Elodín. Suficientes recursos propios, ajenos e inventados, dispongo de suficientes palabras en los labios y entre los dedos para explicar cómo han sido muchos de los días de esta pareja. Pero no lo voy a hacer.
Hace 50 años, Fernando y Elodia se casaron en la capital del Turia, Valencia. Una ceremonia sin ceremonia, una boda sencilla, imagen de lo que son ellos, imagen de lo que han sido siempre.
No consigo imaginar el blanco y negro, es un color de fotografías, no de mi cabeza. En mi cabeza él es un tipo elegante, musculoso pero delgado, con el pelo corto a la moda, viste un traje negro, camisa blanca y corbata fina, junta los pies, apaga un Ducados con sus zapatos recién cepillados, esconde su nerviosismo.
Ella se acerca y la calle no puede brillar más, un jueves tremendamente soleado de junio. Lleva el pelo corto, recogido a la moda, el vestido bien arreglado a la medida por sus propias manos de hija de modista.
Se miraron, se cogieron con timidez las manos y entraron en la Iglesia.
"¡Qué matrimonio tan joven!", decían algunas madres en la plaza Vieja de Villarrobledo al ver a aquellos maestros recién llegados con sus dos hijos correteando entre sus piernas. Apenas habían pasado un par de años desde su boda en Valencia.
Un matrimonio joven que dura 50 años.