(Cuento de Navidad) Enamorados sin querer

 (Cuento de Navidad)

Enamorados sin querer

Ella puso de nuevo aquel gesto: la cara que ponía cuando él se comportaba como un idiota.

—Si sigues comportándote así, se me quedará esta cara para siempre —le dijo cuando él sugirió la cara agria que le ponía cada vez que se enfadaban.

—A ver si voy a tener la culpa yo de todo —dijo él, aunque sabía de sobra que buena parte de la culpa era suya. Quizás el cincuenta por ciento; siendo sinceros, el noventa y tantos. Pero cuando discutían, le importaban poco los porcentajes de sinceridad, solo quería tener razón, ganar la pelea. “¿Acaso discutir no era vivir?” Desde que era pequeño había discutido con sus hermanos, con sus primas pequeñas; luego más tarde, en la adolescencia, con sus padres. Podía estar horas discutiendo. Discutir era sinónimo de sentirse vivo; las personas que no discutían le ponían realmente nervioso, “esos que no saben defenderse con buenos argumentos, me atormentan”.

—Si tú lo ves así, como quieras —sentenció ella.

Ahí acabaron discusión y debate. Él se quedó con la palabra en la boca, incapaz de articular argumento alguno. Algo que jamás, jamás, jamás de los jamases, le habría sucedido con sus hermanos o con sus primas.

Ella se fue al salón, encendió la televisión; se dejó caer en el sofá, eligió un canal al azar y en la pantalla de un canal de viejos éxitos de los años 80 y 90 apareció Meg Ryan.

—Una comedia romántica, ¡vamos no me…! —suspiró ella por lo bajini. Odiaba las comedias románticas como odiaba todas las películas que ofrecían una visión distorsionada de la vida. La vida era lo que era, ¿por qué camuflarlo? Si hasta Meg Ryan se había operado el rostro, porque la vida, ni siquiera en Hollywood, es de color de rosa.

—¿Qué has dicho? –preguntó él en voz alta, elevando el tono desde el cuarto de baño. Había preferido buscar un refugio, entornar la puerta, mirarse al espejo, disimular como si estuviera haciendo algo…importante…Y esperar.

Solo se miraba al espejo. Permanecía concentrado en las arrugas de su frente: crecían con la edad, se redondeaban a cada disgusto que le ocasionaban en el trabajo; se transformaban en surcos insondables cuando perdía una discusión con ella.

—¡Nada, nada! –gritó ella—. Que están poniendo Tienes un email.

—¡¿Ha empezado hace mucho?! —Gritó él sin ocultar la emoción. Amaba las películas románticas porque la vida era demasiado angustiosa como para soportarla sin aditivos. Necesitaba finales felices, mentiras edulcoradas, pasiones enloquecidas entre enamorados, imposibles en la vida real. Necesitaba píldoras de una hora y media para aliviar las otras veintidós y pico restantes del día.

—Quince minutos —dijo ella—. Si quieres pedimos unos kebabs y la vemos.

—¿En serio? —preguntó apoyado en el marco de la puerta del salón mientras la contemplaba, acurrucada en el sofá con las piernas recogidas sobre el trasero, como si tuviera dieciséis años. Sabía perfectamente que ella odiaba aquellas películas y que, caso de pedir comida basura, prefería las hamburguesas del Burguer King—. ¿En serio, en serio?

—Anda, siéntate aquí conmigo y calla –dijo dando unos golpecitos en el sofá, como si llamara a un perrillo.

—Vale, pero pedimos unas hamburguesas del burrikin, ¿vale? Con patatas fritas.

En la pantalla Meg Ryan y Tom Hanks comenzaban a enamorarse sin conocerse.


(Imagen de HBO Max)

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