Prometedor_Un cuento sin fantasías ni final

 

PROMETEDOR

Cogimos las llaves del coche una tarde de otoño, quizás era octubre, no lo recuerdo bien porque algunos meses bailan en la memoria, como los cambios de estación. El sol aguantaba en el cielo con la pereza de quien no quiere olvidar el verano.

Me dijo si me apetecía ir, conocer, salir y viajar; despegar la mente con la velocidad constante de la carretera desconocida y los sueños sin cumplir.

Le dije si había cerveza o vino al otro lado.

Me contestó que aún no conocía un lugar, ni en pesadillas, donde cerveza o vino no despejaran caminos, grietas en el alma, ni afianzara las peores enemistades.

—Al camino, pues —dije.

Cogió las llaves del viejo coche de su viejo abuelo con un viejo gesto que indicaba: “Retos a mí”.

Yo no le había retado.

Él jamás me habría retado a mí.

Bajamos un par de cuestas hacia una calle donde los viejos automóviles de ancianos abuelos podían aparcar sin miedo a la marca atravesada del mal conductor. ¿He dicho dónde estábamos? No, da igual. Son pequeños olvidos como los meses del año, perezosos, ante los cambios de temporada.

Estábamos cerca del mar, claro.

Cerca del palacio de las estrellas, por supuesto.

Cerca de las cuevas donde disfrutar flamenco para despistados.

Aquello nos enamoraba e inquietaba por igual, aunque a nosotros nos gustaban las playas desde las que contemplar Ítaca con aire reflexivo.

Nos gustaba visitar el Palacio en días laborables, a media tarde, entre dibujantes japonesas y viajeros holandeses.

Nos gustaba el flamenco sin público, ni palmas a traspiés.

—Ahí está el coche —dijo.

—Lo veo —contesté sin asomo de ironía—. Lo ve todo el barrio.

Sonrió con el orgullo de quien prende una reliquia milenaria en el cuello, quien ostenta un secreto escondido bajo los botones de la camisa.

—¿Te he contado la historia del coche de mi abuelo?

—No.

—Pues hoy es el día, amigo. ¡Hoy es el día!

Yo sabía dónde nos dirigíamos, él conocía el camino, aunque no la carretera. Yo sabía poco de caminos, menos de mapas; mucho de historias y cómo inventarlas para hacerlas tan largas como fresca la cerveza y dulce el vino.

A veces, incluso entretenidas.

—A mi abuelo le dio este coche un empresario de Arabia Saudí —comenzó relatando— que no sabemos cómo terminó en el pueblo, aunque allí estaba, con su coche y su dinero. Dinero que comenzó a deber a mi abuelo porque sería de Arabia Saudí, pero de negocios andaba menos fino. Y mi abuelo solo hablaba valenciano, pero de negocios sabía un rato —Arrancó a la primera, encendió la radio y comenzó a sonar un programa de jazz en Canal Sur—. Prometedor.

—Las promesas las incumplimos nosotros, que otros nos las cuenten…—sugerí.

—Canalla —contestó.

El Mercedes blanco semiblindado bajó por Solarillo de Gracia, hasta Ancha de Capuchinos y giró a la derecha. Antes de darnos cuenta, con Charles Mingus recreándose en la radio, habíamos alcanzado la carretera.

—Es curioso —dijo.

—¿Qué? —Pregunté.

—Apenas hay nadie en la carretera.

—Es martes, tío —dije—. Son las ocho de la tarde y, además, creo que hemos cogido la vieja carretera; no la autovía.

—Prometedor.

—Como te he dicho hace un momento, las promesas están para incumplirlas. Para que dejemos de cumplirlas tú y yo; ya sabes. Así que tira y ya veremos dónde termina esta carretera.

—Prometedor —insistió él con su grave acento alteano.



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