Lectura para el Día de las Bibliotecas 2019 en Villarrobledo


LECTURA PARA EL DÍA DE LAS BIBLIOTECAS,
Villarrobledo, 25 de octubre de 2019

Escribí un cuento por encargo porque los escritores hacemos estas cosas, escribimos la mayor parte del tiempo aunque no llevamos poemas en el bolsillo por mucho que lo recitara el Cyrano de Bergerac; escribimos porque sí, y escribimos por encargo muchas veces, quizás más de las que quisiéramos.
Sonó el teléfono:
¿Miguel Ventayol? dijo una voz femenina agradable, risueña y amigable.
Sí, soy yo, ¿con quién hablo? contesté. No suelo fiarme, siempre pienso que quieren venderme algo. Y yo soy de los que compran siempre, sea lo que sea.
Te llamo de la revista Yorokobu, mi nombre es … dijo sin que terminara de entender su nombre, quizás había atravesado un túnel, quizás su línea de teléfono era como la de todos los demás, malísima.
A partir de este momento empezó a contarme que, tras haber leído un par de cuentos de mi libro, y haber hablado con un par de personas que me conocían en Madrid, le había parecido interesante ofrecerme una pequeña colaboración en su página web, revista digital, suplemento cultural online o como queráis llamarlo.
Por supuesto dije yo.
Te mando los datos por correo electrónico y el contrato previo. Hablamos se despidió con la misma voz agradable, risueña e infantil.
Y empecé a escribir porque los escritores estamos siempre con el lápiz y la libreta bajo el brazo. El resto del tiempo lo pasamos observando las hojas de los árboles, las nubes transformarse o los niños cruzando pasos de peatones a saltitos.
Sin saber cómo, la voz agradable y dulce me llevó a los días en que una de mis maestras del colegio trataba de zambullirnos, sin ahogarnos, en el mundo de la poesía española de los siglos XIX y XX. Así que, casi sin darme cuenta, medio pasmado, o pasmado entero, entré en una cafetería de barrio, pedí un café con leche, llené cuatro páginas, pedí otro café con leche, cuatro páginas más, y ya iban ocho, hasta que se hizo la hora en que el café es demasiado arriesgado para la salud, pero el vino y la cerveza no.
Pedí un vino, ventajas de los bares de barrio, y, antes de darme cuenta, con un plato de cacahuetes al lado, el bolígrafo sucio de sal (os he mentido, no todos los escritores llevan un lapicero), la libreta pringada de aceite y dos leves manchas de café, concluí el cuento titulado “La maestra almibarada”.
Tan contento estaba que no me molestó salir del bar silbando.
Escribir un cuento es un gran alivio.
Pero había que dejarlo reposar, pasarlo al ordenador, revisarlo, cortar, recortar, corregir de nuevo, que alguien cercano y de confianza lo leyera y, después, enviarlo para el examen final de la publicación Yorokobu.
Parece sencillo pero la mitad de las veces, si no más, los pasos no funcionan, te los saltas o sencillamente eres tan perezoso y creído que piensas: a la primera es la buena, ¿para qué esforzarme más?
En serio, los manuales dicen cómo hacer las cosas pero, ¿quién sigue a rajatabla lo que indican los manuales?
No iba a ser este el caso porque la revista era de las buenas, de esas que, si te publican, leen mil personas entendidas, no las otras que leen cualquier cosa que les notifica Google.
Y mil personas, son mil personas a fin de cuentas.
Así que, silbando, silbando pensé en mil personas, algo sencillo para un escritor; a fin de cuentas, si un escritor es capaz de imaginar un mundo entero, ¿cómo no hacerlo con apenas mil personas de nada?
Llegué a casa, dejé las cosas en la mesa que utilizo para escribir, la del salón, y me puse a ver la tele con mis dos hijos, el grande que es muy listo y el pequeño que es muy listo pero más pequeño, por motivos obvios.
(Abro inciso) Mis hijos son tan listos que van a ser campeones olímpicos, astronautas, músicos de la Royal Orchestra y, en las horas muertas, darán clases particulares de tenis a los hijos de Rafa Nadal. (Cierro inciso)
Cuando me quise dar cuenta, dormía en el sofá por tercera vez esa semana, ¡y ya estábamos a jueves! El viernes es un día importante, iba a Villarrobledo en el día de las Bibliotecas, que fue ayer pero eso solo lo saben Irene y Pilar.
Olvidé mis cuentos, olvidé mi libreta y me fui a trabajar sin duchar, con el viejo recurso de mucha colonia, poco jabón, al que recurren algunas personas desprovistas de tiempo o mal organizadas. Porque los escritores, los buenos de verdad, dedican su tiempo a trabajar para obtener un sueldo dedicado a cosas tan sutiles y livianas como comer, vestirse o tener una casa de cien metros cuadrados, en el mejor de los casos.
A la vuelta, hijo número dos me contó que tenía que hacer unas manualidades obligatorias para el colegio y, a tal efecto, necesitaría papel reciclado para cortar, colorear y pegar, no en este orden necesariamente.
Por supuesto hijo mío le dije. Porque un buen padre, no solo un padre escritor, potencia la parte artística de sus hijos aunque por dentro desee y rece para que sea funcionario en el futuro. Luego ya que pinte, escriba y haga lo que quiera. Sí, lo de la NASA, la filarmónica de Londres y las Olimpiadas mola, pero mola más ser funcionario para toda la vida.
Él empezó a cortar, porque colorear es divertido pero amarrar las tijeras y convertir trozos de papel en papelitos, es apasionante.
Corta, corta que corta, trocitos de la libreta de papá, la cual, casualmente, se encontraba en la mesa de trabajo de mis hijos: la mesa del comedor. ¿A quién quiero engañar? La mesa del comedor es la mesa para todo.
No me di cuenta de que estaba destrozando, con mucho arte, por supuesto, mi libreta con el cuento “La maestra almibarada” hasta que empezó a colorear los trocitos rectangulares y simétricos con los que, sin duda alguna, alcanzaría un Bien alto o un Notable bajo, porque su maestro dispone de un nivel de exigencia tal que solo algunas niñas y niños afortunados obtienen el Sobresaliente. Aunque un buen escritor, como un buen artista, sabe, que el arte no se mide por la calificación y las críticas sino por la satisfacción personal.
Total, que mi cuento estaba hecho trizas pero no destrozado.
Y me puse a recomponerlo.
“Érase una vez una maestra de pueblo, una mujer dulce y encantadora, que vivía en una casita sin demasiados adornos, solo plantas, cuadros y libros de aventuras.
Érase una vez una maestra que solo tenía un sueño en su vida: hacer que los niños leyeran para que su imaginación no dejara de volar durante toda su vida; incluso cuando ya no fueran niños de colegio.
Érase una vez una maestra de pueblo, que tenía la voz tan bonita que los niños la llamaban Doña…”.
Y hasta aquí conseguí reunir mis trozos de relatos porque el resto estaba tan rasgado que me no hubo manera, y me dio por reír porque, como hoy, todo esto no era sino un juego para hacer la introducción del libro que tenemos entre manos:
El amor está en cualquier parte.

Fotos del encuentro, cortesía de mi Fati y de Lola:




(pincha el enlace, claro)

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