El día que escuchamos a Les Negresses Vertes en directo
El día que escuchamos a
Les Negresses Vertes en directo
Subíamos por una de esas callejas
de nombre impronunciable para mí que solían provocarme una sonrisa y a ti
reírte de mis bobadas; a pesar del calor, a pesar de lo empinadas que pudieran
estar: eran calles de París y el resto daba igual o casi. Camino del Sacré
Coeur, por calles empinadas como la Rue Gabrielle o la Rue Garreau, nos faltaba
la Vespa para parecernos a Amelie y su novio; dando vueltas por la capital como
si no tuviéramos nada mejor que hacer.
Desde que abandonamos el hotel,
habíamos dejado atrás pequeñas tiendas de dulces y panaderías, no habríamos
sido tan atrevidos como para cambiarles el nombre porque cada una de ellas, en
pleno proceso de creación y cargadas de sencillez, otorgaban a sus productos un
elemental toque de artesanía digno de la mejor fotografía. Durante todo el
camino de un lado a otro en busca de las equis marcadas en nuestro mapa
particular, dejábamos atrás la oportunidad de hacer fotografías artísticas
mientras nos concentrábamos en otras pequeñas cosas como panaderías o
papelerías; sonrisas de bebés o ropa tendida en los balcones.
Era abril, un mes como cualquiera
de los otros once. Elegimos aquella fecha para viajar a la capital de Francia y
nos pareció bien porque hay ciertos viajes que son necesarios en sí mismos,
como Florencia o Nueva York, aunque a mí New York me diera tanta alergia que
solo planificar el viaje ya me daba por estornudar.
Elegimos la fecha, elegimos el
lugar, seleccionamos los espacios a visitar y nos plantamos allí con nuestra
mochila grande de más capacidad, y las pequeñas mochilas de paseo para el día a
día, cuando suceden las cosas. Aunque con nuestra buena suerte, podría
sucedernos en pleno viaje, como en Atenas, cuando el avión podría haber
aparecido en China o Estambul. Un poco de agua, el mapa para orientarnos si nos
perdíamos, una guía que yo insistía en transportar (a la que luego no prestaba
atención pero que tú conocías de memoria por esa capacidad histórico artística
que atesoras y de la cual yo me aprovecho sin que apenas te des cuenta); y
caminar hasta perdernos.
Allí estábamos, allí aparecimos,
entre las calles más divertidas que podíamos imaginar, con esa arquitectura e
inclinación típica parisina: tratando de llegar en línea recta a un lugar que
solo se podía alcanzar haciendo eses.
—¿Oyes eso? —Te pregunté.
—Sí, parece un acordeón, debe
estar cerca —dijiste tú.
—Vamos para allá a ver qué es, me
suena mucho esa canción –dije. Tengo buen oído para las canciones, pero malo
para los títulos.
—Claro, es la típicas canción
para turistas que se tocan en las esquinas de París —dijiste refrenando mi
memoria musical.
—Vamos a verlo —insistí. Aunque
no hacía falta decirlo porque nuestros pies nos conducían a aquel lugar,
probablemente una plaza más conocida, una zona de tránsito turístico o una placeta
con varios cafés donde es más sencillo
obtener unas monedillas.
La gente se arremolinaba
alrededor de los músicos desde mucho antes de que tú y yo alcanzáramos la
plaza, aunque era una falsa plaza, en la confluencia de varias calles hacia la
mitad de una cuesta que se abría a varias calles distintas.
Y allí estaban dos guitarristas,
un acordeonista y un tipo más que parecía el cantante, o el maestro de
ceremonias dedicado a pasar el sombrero una vez terminada la actuación.
Tú y yo repentinamente embobados.
Nos sucede en decenas de
ocasiones cuando salimos de paseo, sea la ciudad que sea, nos quedamos parados
mirando un edificio, una plaza o cómo un niño se termina un helado de chocolate
mientras se mancha de manera irremediable la cara.
En aquel momento terminaba su
última canción, con ese toque gitano, afrancesado, de tremendo carácter latino
con el acordeón de fondo. Los músicos miraron a la plaza y comprobaron que sí,
había gente pero eran turistas que pasaban de largo y miraban con la curiosidad
de quien quiere hacer una foto urgente y volar al siguiente punto marcado en el
mapa, a la búsqueda del tesoro.
Me fijé en que iban perfectamente
ataviados con trajes y chalecos al estilo años 80, con la predominancia de los
colores marrones y grises. Portaban la dignidad de los músicos callejeros y la
elegancia de quien ha vestido el mismo traje muchos días seguidos. El ambiente
olía a tabaco negro y vino, aunque no se veía ni una cosa ni la otra.

Cuando menos lo esperabas el
aroma de mantequilla de los croissants y el amargor del café se mezclaba con el
resto de olores para configurar un almíbar delicioso en aquel entorno que
aunaba turistas y vecinos preocupados por su día a día.
Empezaste a mover el pie mientras
el guitarra principal afinaba sus cuerdas y se arrancaba con una sencilla
tonada sin mucho sentido, sonaba a flamenco pero no lo era, sonaba a rumano
pero no lo era, sonaba a rock pero no lo era. Era aquel momento en que
pretendes reconocer una canción pero no lo haces. Tus pies se movían.
—Esto suena genial, ¿verdad?
—dije mientras seguía mirándote los pies.
—Sí—respondiste sin prestarme
mucha atención. No suele gustarte que te diga las cosas obvias, ni que me
concentre en las cosas que haces de manera inconsciente.
—Me suena mucho, debe ser una
versión o algo así —dije yo haciéndome el listo y comenzando a mover los pies.
—No sé —dijiste tú. No querías
que te molestara más con mi palabrería.
Pero sí, era una versión; aunque
ni tú ni yo lo supiéramos entonces, de una vieja canción de Les Negresses
Vertes, se llamaba Sous le soleil de la
bodega; y antes de que nos diéramos cuenta el cantante tocaba la pandereta
con tanta fuerza que nos obligó a bailar con descaro mediterráneo.
Cantaban los cuatro y, sin saber
cómo, apareció un tipo tocando una trompeta del fondo de una cafetería a
escasos metros de la banda y de nosotros mismos. Dijo algo en francés mientras
salía colocándose pantalones, chaqueta e instrumento. Yo puse cara de extrañeza
y tú me tradujiste.
—Ha dicho que a qué viene tanta
prisa.
Seguimos bailando porque aquella
canción nos estaba alcanzando en ese punto cuando bailas porque sí, sin pensar.
Lo hacíamos con la timidez de quien está en mitad de la calle, moviendo apenas
los pies y algo las caderas; con el descaro de quien disfruta de algo que no volverá.
La música comenzó a llenar la calle como si no existiera nada más, como si a
ellos no les importara más que alcanzar la nota más alta, aplacarse los unos a
los otros y seguir, seguir, seguir tocando. No miraban ya ni turistas ni monedas
ni a los pocos vecinos de París que corrían de un lado a otro de sus
respectivas vidas.
El cantante alzaba la voz por
encima de los instrumentos, el guitarra apenas levantaba la cabeza y el
trompeta sonreía entre soplido y soplido, el guitarra acompañante se limitaba a
seguir el ritmo con la pose de quien siempre sale bien en las fotos. Cayeron un
par de monedas de euro en la funda de la guitarra colocada delante de ellos y
apenas sonaron porque la trompeta, guitarras, pandereta y voz peleaban. El
acordeón apenas era un acompañamiento de fondo, como el caminante que pasaba
por allí.
Tú bailabas como hacía tiempo no
te veía bailar.
Yo bailaba como siempre, perfecto
a mí manera; en esta ocasión no te reíste de mí. Perfecto a mí manera que es
mía y solo mía. Seguimos bailando hasta que la canción decayó. Pero antes de
darnos cuenta, o de recibir unos aplausos, ni un respiro siquiera, el acordeón
comenzó a alzar la voz.
—Esta canción se llama La valse, es una de nuestras canciones
favoritas, dedicada a los amantes de París —dijo. Yo lo supe porque tú traducías
en voz baja.
Entonces el acordeón sonó como si
lo hiciera para mí solo, para ti en exclusiva. Miramos al grupo, el grupo
miraba al suelo; a la espera de que las notas se les clavaran en lo más profundo,
como nos sucedía a nosotros.
Nos abrazamos y comenzamos a
bailar aquel vals que era cualquier cosa menos un vals tradicional, música de
boda; sino que era la perfecta canción para disfrutarla en mitad de la calle,
sobre adoquines grisáceos y resbaladizos. Seguimos bailando durante los noventa
segundos que duró y nos miramos a los ojos como diciéndonos: “Solo por esto ha
merecido la pena venir a París”. Y nos reímos antes de empezar a aplaudir como
locos, como si no hubiéramos bailado así en la vida. El cantante nos sonrió,
nos agradeció con la mirada y se quitó el sombrero sin intención de acercarse
para solicitar unas monedas, eso vendría después. Porque tras aquella canción
vinieron un par más que disfrutamos como si hubiéramos ido a la capital de
Francia solo para ver a aquellos artistas callejeros, poco antes de hacer la
maleta y volver a Albacete.
Al terminar, echamos unas monedas
al sombrero de aquel tipo que olía a sudor y colonia barata y nos dio las
gracias en español. Nosotros no supimos qué hacer salvo dedicarle una sonrisa,
dar media vuelta y encaminarnos a otra de las callejas donde pudiéramos
descubrir más cosas del París que nosotros queríamos descubrir.
Antes de alcanzar un par de
esquinas, el acordeón y la trompeta se lanzaron a pelear entre sí en una serie
de convulsas notas que llenaron el barrio de nuevo. Me paré en broma como para
darte a entender que podíamos volver y bailar un rato más. Pero me cogiste del
brazo sonriendo y me obligaste a ir hacia delante. Era tu manera de decirme:
“Esto ya lo hemos disfrutado mucho, ahora vamos a disfrutar otras cosas, que
nos queda mucho por delante”.