camino y patatas fritas
la tierra me ofreció la posibilidad de lanzarme de cabeza a cualquier camino, incluso aquellos senderos egoístas tapiados por el miedo a que entren los de fuera (o escapen los del interior). porque no es menor el miedo al extraño que el miedo del extraño a la tierra amurallada.
la tierra me ofreció la
posibilidad de adentrarme en sus profundidades, calzado o a pie desnudo.
aprendí del camino que tierra, guijarro o hierba fresca, la diferencia apenas
traspasa el tobillo cuando te sumerges con la temeridad del caminante perdido.
seguí un sendero empinado, un día
con doce años, cuando todavía tenía miedo de las cosas sencillas como los
fantasmas y los sonidos nocturnos bajo la cama; era un sendero cuesta arriba en una de las
zonas más pedregosas y secas junto a las Lagunas de Ruidera. caminé sin mirar a
los lados, por vértigo, por cautela, pues sabido es que si miras el precipicio
tus probabilidades de caer se multiplican por miedo. seguí caminando porque me
apetecía seguir caminando porque me apetecía seguir caminando, porque me
apetecía
seguir
caminando.
concluí en una zona sin cuestas y
bailé a mi alrededor, indagando con la mirada sin miedo de los doce años. allá
a lo lejos el agua intermitente de lagunas cuyos nombres y cascadas conocía. no
demasiados recovecos, sí suficientes para entablar una conversación si alguien
mantiene una conversación de oídos abiertos con una persona de doce años.
miré a un lado y a otro, puedes
entenderlo, los cuatro puntos cardinales, chaparros, secarral, agua, un buitre.
mi único miedo era bajar por el camino correcto porque el estómago preadolescente
intervino con la premura de la meada al alba.
comencé a bajar por un lugar
distinto, un sendero al azar entre árboles cuyo nombre jamás aprendí con la
presteza con que memoricé el nombre de las lagunas o las personas que podían
facilitarme la comida, la merienda o la cena…
...o un simple vaso de agua
en mitad del camino.
caminé escapando a agujeros
vírgenes de pisadas y rocas con aspecto milenario. encontré, fui capaz de ello,
decenas de cuarzos brillantes sucios de arena marrón amarillento. recogí varias para el
camino y varias para jugar con ellas a entretener la soledad.
continué sin saber por dónde ni
hacia dónde caminaba, olvidados los puntos cardinales una vez abandonada la
perspectiva del norte, sur, agua, carretera.
y la luz del sol comenzó a
esconderse de mí aventura de doce años, introduciendo miedos nuevos en mi pecho
hambriento.
algo me dijo sigue, algo me dijo
sigue, continúa.
(De Marcos Molina - Trabajo propio, CC BY-SA 4.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=36517320)
jugueteaba con las piedras en la
mano derecha, mientras con la izquierda mantenía el equilibrio de un cuerpo
capaz de arrastrarse por las calles de un pueblo de casas bajas o un monte
manchego en mitad de la nada, rodeado de la maravillosa Santos Morcillo o la
laguna Batana. jugueteaba sin mirar el suelo, sin mirar hacia delante, incapaz
de ver que, a escasos metros se perfilaban las terrazas de los pisos de
veraneantes quienes, como yo, como mi familia, buscaban en aquel rincón
escondido, un alto en el camino.
quién sabe.
la tierra me ofreció la
posibilidad de lanzarme cuesta arriba y cuesta abajo, así de simple. al otro
lado, nombres memorizados me dijeron si había merendado. para cenar, pollo con
patatas. pollo al horno con excedente de aceite y aquellas bolitas negras
alrededor llamadas pimienta.
con patatas fritas ahogadas.
pan.
y gaseosa.
hay quien pregunta al caminante si
tiene sed. hay quien le pregunta de dónde procede, cuál es su destino. hay
quien no ve más allá de sus propias narices, pendiente de que el pollo con
patatas esté servido a la hora correcta en el plato adecuado, sin saltarse por
un instante el protocolo cotidiano.
puedo decir que repetí patatas,
repetir pollo me pareció exagerado, aunque hubiera podido hacerlo. en una edad
en la que me hubiera comido al cocinero si lo hubieran colocado en la bandeja
del horno, empapado de aceite con aquellas bolitas negras…
y patatas fritas.
