Cuento sin título_LLuvia en el Parque Lineal


Empecé a leer Moby Dick una mañana en la cual, cansado de caminar por el lado más seco de mi barrio, decidí adentrarme en los aspectos más acuáticos de mi existencia; si se me permite la expresión en el inicio de una narración cuyas primeras ideas no son en absoluto originales. La simple mención al día lluvioso hará las cosas más sencillas, en su obviedad.

Cuatro renglones fueron y son suficientes para comprender que la ballena blanca me alcanzaría antes de que yo, en mi brevísimo entender de lector de cuentos infantiles, la alcanzase a ella. Olor, dolor y muerte, en la parte más acuática, si de nuevo se me permite la expresión, en mis palabras. Llevaba diez minutos largos; lo que en la Mancha quiere decir veinte, caminando, mientras el paraguas permanecía, paciente en su olvido, en el colgador de la entrada, justo al lado de la puerta de casa.

Alcanzó mis pasos a la altura de la esquina redondeada del Paseo del parque Lineal, a la altura de la funeraria. Sin escucharla, porque poco podría escuchar cuando protegía mis oídos con la música de los auriculares, se puso a mi lado. Ella es de esas personas que suele dar un breve susto a quien sorprende despistado; bromas sin mala intención, bromas para despertar el lado más simpático de cualquier persona de su entorno cercano y accesible, si se me permite la expresión. Se acercó, se colocó a mi lado, entornó los ojos para reconocerme y reconocer mi concentración en la música que escapaba de mis auriculares con ese volumen perjudicial para los oídos, ideal para la concentración psicótica. Prefirió, decidió no asustarme. No todo el mundo acepta las bromas ni los sustos de buen grado, podría contar la anécdota de aquella compañera de trabajo que dejó de hablarme durante un mes por una broma a destiempo. ¿Cómo se llamaba? No lo recuerdo, solo recuerdo aquella anécdota... 

Decidió caminar a mi lado hasta que mis pasos se acostumbraran a los míos, antes de que me diera cuenta de que no estaba solo en el mundo. Caminó con la prudencia y precaución de quien no quiere asustar a un despistado ni sorprender a un asustadizo, o solo por ahorrarse uno o varios insultos, como aquella compañera de trabajo a la que previamente he mencionado y cuyo devenir vital desconozco. Por motivos de orgullo y honrilla decidí dejar de hablarle para siempre por culpa de aquellos insultos en una tarde de oficina y primavera creciente.

Ella tampoco llevaba paraguas; lo cual siempre es sospechoso en un día de lluvia anunciada.

—¿Qué haces caminando solo por este barrio? ¿Y sin paraguas? Preguntó sonriendo con sus dientes retorcidos, su mirada blanca y su aliento a fresa ácida. La miré como quien mira una aparición, aunque, ¿para qué engañaros? Jamás en mi vida vi apariciones ni las reconocería.

—Nada, caminar, dar un paseo. Supongo —contesté. Mentía. Solo trataba de escapar de una mala tarde precedida de una mala mañana, aderezada con una comida laboral cargada de gases y retortijones. Si hubiera crecido en el sur de Estados Unidos, quizás mis preferencias para sacudirme las malas sensaciones se habrían orientado a un rifle de repetición y un campanario, pero en una ciudad de provincias como Albacete, salir a caminar bajo la lluvia me pareció una alternativa más adecuada.

—Como quieras —dijo ella—, ¿te importa si te acompaño un rato? Voy en la misma dirección.

—No llevas paraguas. Te vas a empapar —dije en tono paternal y absurdo. Ella no respondió, siguió sonriendo con sus dientes torcidos, tostados de café. Era de esas personas que no suele insistir con afirmaciones obvias.

Sin saber qué dirección tomar, nos adentramos en el parque, acelerando un poco el paso, compitiendo en silencio. Apagué la música de mi teléfono, me quité los auriculares, los enrollé con cuidado y los guardé en el bolsillo derecho de mi cazadora. Ella miraba hacia delante concentrada en caminar un paso por delante de mí, sorteando charcos.

—¿Cómo van las cosas? —dije cuando mi respiración se adaptó al nuevo ritmo impuesto por sus pasos de ganadora.

—Como siempre —contestó. Eso quería decir MAL. Dos personas que se reúnen en un paseo maligno, acariciados por el Parque Lineal, puede tener varios destinos, cualquier persona que lo haya recorrido, lo sabe: Madrid o Levante; volver al centro de la ciudad o acercarse a la estación de trenes. Una simple cuestión geográfica que no necesita más brújula.

—Podrías contármelo, podrías sacudírtelo —dije.

—No —contestó con rudeza inapropiada. Quiso sonreír después para solventarlo. Sus dientes apenas asomaron entre los labios.

—Podría contarte yo mis problemas, relatarte con todo lujo de detalles cómo ha transcurrido mi día, al que le puedo añadir un par de situaciones de la semana. Luego...comparamos. Lo mismo nos echamos unas risas al final —dije. 

La lluvia comenzaba a arreciar. Acelerar el paso, por un suelo de arenas movedizas, quizás no sea la mejor de las ideas cuando tratas de competir con alguien a quien aprecias de verdad.

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